El paisaje sigue mostrándose desconfiado y osco al principio, pero es amable y hospitalario una vez te adentras en él. Hacemos una incursión por el Maestrazgo de Castellón, para volver hacia el sur. Bordeamos las tierras de Morella, a través de Castelfort, Cinctorres… Nombres que nos llevan a pensar en tierras fronterizas y guerreras en otros tiempos. Muchos de estos pueblos se encuentran situados en riscos y, muchas veces, fuertemente amurallados. Todos tienen un aire aristocrático, como queriendo diferenciarse de los pueblos del llano. Nos encontramos con Ares del Maestrat colgado en la montaña, bien defendido con barrancos a su alrededor.
Volvemos a cruzar hacia Aragón. El paisaje se muestra deshabitado, poco bondadoso con el ojo humano, pero lleno de una digna solemnidad. No extraña que estos lugares fueran tierra de maquis. Los barrancos, los despeñaderos y las quebradas son el paisaje habitual, propicio para ocultarse y reguardarse de los peligros. En mi caso, se me antoja como un lugar propicio para huir del peligro de la rutina.
La bajada hacia La Iglesuela del Cid fue suave, llena de quietud y de prados verdes. Al llegar, palacios y casonas de piedra adornan nuestro camino. Poco a poco, a ritmo vanvanero y por una collada repleta de pinos y quejigos, nos vamos acercando a Mosqueruela. No encontramos ni un alma por sus calles, pero mientras comemos, se desata el estrépito. Con alboroto pasa una furgoneta y el altoparlante a todo trapo: «¡el chatarrero!, ¡ha llegado el chatarrero, oiga! ¡frigorificos, lavadoras, recogemos chatarra, oiga!».
Volvemos a rodar por carreteras despobladas. Cuando miramos el mapa Michelín de papel (no somos mucho de GPS), volvemos a ver una carretera pintada en puntos discontínuos. Éstas son la nuestras, las de las Van Van, pero todavía más despoblada y solitaria. Pero estas sendas son tan discretas, que corremos el riesgo de no saber cuando comienza el desvío. No hay problema, somos adictos al PAP (Pregunta al Paisano). En Puertomingalvo, nos acercamos a un paisano que se baja de un Renault 4L y al que le saludan unas cuantas gallinas que le están esperando en un corralillo. Es nuestro «agente de movilidad». Nos sorprende su castellano con un fuerte acento del norte de Europa, pero nos indica perfectamente por donde nos debemos dirigir.
Decir que la pista para llegar a Castelvispal es revirada y escarpada, es un eufemismo. Creo que no he estado en lugar habitado más recóndito. Se encuentra incrustado en una barrancada imposible, y para ir a él hay que coger el desvío en el camino que va desde la nada hasta ningún lugar, pero recorriendo el camino más retirado. Cuando llegamos allí, cuatro casas (literalmente) y una ermita nos reciben. Deben de ser tan pocos los foráneos que nos acercamos hasta allá, que unas mujeres salen inmediatamente a la plazuela del pueblo a ofrecernos un café. Agradecidos por la amabilidad de las lugareñas y elogiando la audacia de habitar aquel pueblito, abandonamos el lugar por una carreterilla de curvas, curvones, e hipérboles.
Una vez en la carretera principal (desierta) no nos conformamos con ir de manera sencilla al lugar donde alojarnos; vemos un desvío hacia alguna ermita perdida en el monte. Suponemos que comunicará con los pueblos más cercanos (Linares de Mora y Mora de Rubielos), y podremos hacer un recorrido circular. No andamos desencaminados, a veces vagar tiene sus recompensas, y esta vez vagabundeamos entre pinares y pradillos de altura, buen lugar para volver a experimentar el tenaz aislamiento de estos parajes. De camino, saludamos a otro ejemplar de pino monumental de estas tierras: el Pino Letrado. Nos recogenos en Nogueruelas a pernoctar, no sin antes desgustar la gran gastronomía del lugar, incluyendo el queso de Tronchón y la Ternera del Maestrazgo.
Reflexionando estos días dentro del casco, el Maestrazgo se me antoja como una metáfora del entorno rural de éste nuestro país, que se abandona y se queda ahí, solitario, sumergido en una desatención que no se merece.
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